Nicolás Salas: murió con las botas puestas

Cuando Nicolás Salas ingresó en el hospital de San Juan de Dios del Aljarafe pocos días antes de su fallecimiento a los 84 años de edad, su principal preocupación no era, según nos contó su hijo homónimo, su ya precario estado de salud, sino que sus familiares comunicaran al periódico que posiblemente no pudiéramos contar con su página semanal, dedicada a la Sevilla de ayer y de hoy, a fin de que nos preparáramos para cubrir ese eventual hueco. Pero ya sabemos que ese hueco nunca se podrá cubrir, por más que a mí me pareciera que Nicolás jamás faltaría a la cita con sus lectores, aunque estuviera al borde de la muerte, tal era su fortaleza, su inmensa voluntad y su apasionada entrega al oficio de periodista.

Por esos rasgos de su fuerte personalidad puedo decir con propiedad que Nicolás Salas, mi director en aquella inolvidable Redacción de ABC de la calle Cardenal Ilundáin, ha muerto  calzado con las botas de periodista hasta el último suspiro.

 

Yo le retaba en cuanto surgía la oportunidad, sabedor  de que mis desafíos le estimulaban en su amor propio profesional y le obligaban a dar lo mejor de sí mismo y a sentirse aún en primera línea de combate, en las trincheras periodísticas. Si me llegaba una noticia sobre un hecho o persona con los que él pudiera establecer algún tipo de vinculación, le llamaba -para él no importaba la hora que fuese-, o le enviaba un correo electrónico, del siguiente tenor:

 

-Oye, ha pasado esto. ¿A que no te atreves a escribir una de tus páginas sobre este tema?

 

Y él casi no me dejaba terminar, sabiendo de antemano el propósito de mi llamada, y respondía:

 

-A tus órdenes, director.

 

¿Director? ¡Pero si yo había sido su aprendiz desde que me acogió primero como alumno en prácticas apenas unos días después de aquella histórica Copa del Rey del Betis de Esnaola y compañía, y luego como auxiliar de Redacción sin haber acabado aún la carrera;  y cuando ya fui titulado, a lo largo de siete años!

Pero él se empeñaba en decírmelo una y otra vez. En el emotivo homenaje que le tributaron en el club empresarial Antares hace poco más de dos años, cuando me acerqué a saludarlo a la mesa presidencial me cogió de las manos y dirigiéndose a los allí presentes expresó:

 

-¿Habéis visto qué cosa más bonita? Yo fui su director en ABC cuando él estaba empezando y al final él se ha convertido en mi director, en Diario de Sevilla y en Viva Sevilla.

 

Para él, que me profesaba un cariño especial, yo representaba como una especie de relevo generacional, como el tomador de su testigo periodístico. Y sólo quien ha asumido responsabilidades como las que él ostentó entre 1977 y 1984 puede comprender en la distancia la magnitud de los retos a que hubo que enfrentarse como director de aquel ABC de Sevilla en que hizo su particular Transición renovando la Redacción en paralelo a aquellos agitados años de los albores de la Democracia, bajo la permanente amenaza del terrorismo, en una etapa que se cerró con el vil asesinato a manos del Grapo del primer presidente de la patronal sevillana, Rafael Padura. Nicolás, amenazado, me confesó que en aquellos tiempos llegó a domir con una pistola encima de la mesilla de noche. Ser director de periódico no era una perita en dulce, sino un puesto de alto riesgo y con más ingratitudes que reconocimientos por parte de quienes le rodeábamos. Y precisamente “Sin rodeos” era el cintillo que él eligió para publicar sus artículos semanales, escritos más con el corazón que con la cabeza y sin importarle quién se pudiera enojar con sus argumentos, directos y al grano. Parece que todavía estoy viendo la luz roja que se encendía por fuera de su despacho cuando se concentraba en su tarea y a su secretaria diciéndome:

 

-El director está ocupado escribiendo su artículo y no se le puede molestar. ¿Es algo urgente?

Qué mejor descripción que aquella, porque Nicolás generalmente estaba ocupado escribiendo o pensando en lo que iba a escribir, así que igualmente muchos años después podía ponerse a afrontar mis desafíos en forma de encargos a cualquier hora, ya fueran las dos o las tres de la madrugada, y yo sabía de antemano que en veinticuatro o cuarenta y ocho horas mi antiguo director me iba a remitir el texto o, mejor aún, la página hasta maquetada, con un escueto saluda de “misión cumplida” y pidiendo nuevas órdenes que cumplir.

 

¡Y esa rapidez y capacidad de trabajo en una persona octogenaria, con más de 60 años de ejercicio profesional, con premios periodísticos en su haber como el Luca de Tena (creo recordar que justamente por un pie de foto inspirado tras un terrible atentado terrorista del que fue víctima una mujer embarazada), con premios literarios como el Ateneo de novela, con decenas de libros publicados y con infinidad de reconocimientos y distinciones!

Yo comparaba en mi fuero interno esa indesmayable capacidad de trabajo de Nicolás Salas con la actitud de miembros de las nuevas hornadas de periodistas, demasiadas veces propensos a buscar cualquier excusa para tratar de justificar la aparente imposibilidad de realizar tal o cual encargo por dificultades supuestamente insuperables.

 

Y recordaba cuando muchos años atrás comentábamos en la Redacción de ABC cómo un medio de la competencia nos había dado un pisotón y él me dijo:

 

-¿Sabes, Florencio, por qué nos han pisado esa noticia? ¡Porque a los nuestros les falta hambre periodística!

 

Ese era uno de los rasgos diferenciales de Nicolás Salas: él, pese a su ingente trayectoria, pese a sus premios y a su edad, pese a estar oficialmente jubilado (que no retirado) desde hacía años nunca dejó de sentir hambre periodística; nunca se sintió satisfecho pese a  todo lo que había escrito y hecho; nunca dejó de trabajar ni de estar al pie de la máquina de escribir o del ordenador; siempre se sintió como si fuera un principiante que tuviera que hacer méritos para consolidarse como periodista; nunca se le cayeron los anillos ante un encargo mío ni me puso pero alguno.

 

Y si yo lo retaba era porque sabía que el periodismo era su vida y le daba vida, y que el día en que no pudiera o dejara de escribir entonces habría que preocuparse seriamente porque la vida perdería sentido para él. Nicolás Salas era un periodista de los viejos tiempos, como esos que vemos en las películas, hecho a sí mismo en la escuela de la calle  y no en las aulas de una Facultad, autodidacto, razón por la cual siempre sintió la necesidad de mejorar su formación cultural y en todos los ámbitos, de ahí su pasión por los libros.

Nicolás convirtió su casa de Colina Blanca, ese privilegiado balcón con maravillosas vistas sobre el Guadalquivir y Sevilla, en una biblioteca-hemeroteca en la que los libros (más de 20.000), las fichas documentales (más de 10.000), las fotos (más de 500.000) y papeles de todo tipo colonizaban el espacio disponible e incluso el no disponible, ¿verdad, Antonia?, en la mejor tradición barroca sevillana del “horror vacui”, el horror al vacío, para santa resignación de sus familiares, que podían encontrarse exponentes de la Galaxia Gutenberg en los sitios más insospechados.

 

Nicolás Salas amaba sus libros, periódicos, fotografías, fichas, revistas, fascículos y todo cuanto había ido reuniendo año tras año tanto como a sus propios hijos y consideraba su biblioteca como un conjunto inseparable y el mejor legado para ellos, confiando en su fuero interno que en el futuro pueda ser un legado -la Biblioteca Nicolás Salas- para Sevilla, a la que se entregó en cuerpo y alma, con más devoción si cabe por el hecho accidental de no haber visto la luz primera a la sombra de la Giralda.

 

Contrariamente a lo que suele decirse e incluso a lo que él ponía en su biografía, Nicolás Salas no era un sevillano de adopción, sino de pasión, y por éso le dolía tanto Sevilla, más si cabe que a los sevillanos nativos. Cada año, generalmente por primavera o Navidad, el periodista le escribía no una carta de amor, sino todo un libro a la ciudad que le acogió y que él sintió tan suya como el que más, aquí donde en términos machadianos nació al amor.

Me he puesto a contar y en su extensa bibliografía de medio centenar de obras en números redondos -¡un libro de media por año de ejercicio profesional!- hay nada menos que unas cuarenta que en el título llevan la palabra Sevilla o el calificativo sevillano, desde aquella casi iniciática “La Feria de Sevilla” (1973), distinguida con el premio que lleva el título de la ciudad a que estaba dedicado, hasta “50 sevillanos del siglo XX” (2012), y seguro que me dejo alguna más por el camino.

 

Al igual que Romero Murube, Nicolás Salas se habrá ido con Sevilla en los labios a esos cielos que él ya se ha ganado mientras que yo he perdido a quien fue mi primer director en las Tres Letras y me guió por la senda del periodismo.

 

Gracias por siempre, Nicolás.

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