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Despedida de Juan Luis Pavón y su reflexión sobre el periodismo

Por su interés reproduzco aquí el texto que a modo de adiós a Diario de Sevilla, tras su despido por el Grupo Joly,  ha escrito Juan Luis Pavón, subdirector y fundador del periódico e injustamente marginado por la empresa editora y el nuevo equipo directivo pese a haber entregado  literalmente su vida por el periódico a lo largo de tanto tiempo, con un elevadísimo coste personal y para su salud. Sin Juan Luis Pavón, pese a quien pese, no habría sido posible el éxito de Diario de Sevilla y el encumbramiento social de quienes lo rentabilizaron de cara a la galería mientras los auténticos profesionales que creyeron en la idea de un medio independiente y de calidad se dejaban las pestañas desde la madrugada hasta altas horas de la noche en hacer el mejor periodismo, sin pensar en medrar ni en figurar, ni convertirse en submarinos de bastardos intereses políticos. Así se lo han pagado ahora quienes son sus máximos deudores a su esfuerzo y entrega sin límites y le deben gran parte de lo que aparentan. Gracias, Juan Luis, por el testimonio de tu fraternal amistad, demostrada en tantos momentos difíciles,  y de tu ejemplar profesionalidad a lo largo de tantos años, como prueban infinidad de páginas especiales y de suplementos coordinados por ti y que muchos aún conservan por su calidad y su valor documental. Ese es el mejor homenaje a tu labor periodística, vigente aún al cabo de tanto tiempo. ¿Quiénes pueden decir lo mismo? Aunque pase la vida, somos lo que hemos hecho, hijos de nuestras obras, y nadie te podrá arrebatar el gran legado plasmado en tantas y tantas páginas. Machadianamente seguirás haciendo camino al andar, libre ya de las ataduras que te impidieron en la última etapa seguir dándote y dándole al medio que fundaste  muchísimo  más que el 100 por 100. He aquí el texto de Juan Luis Pavón:
«La dirección de la empresa Editorial Andaluza de Periódicos 
Independientes, propietaria de la cabecera Diario de Sevilla, en la 
reducción de plantilla que efectúa en todos los periódicos del Grupo 
Joly, ha decidido incluirme en la relación de trabajadores despedidos. 
En el edificio de la sevillana calle Rioja prosiguen más de cien 
profesionales desempeñando sus cometidos. A todos les animo para que 
trabajen juntos con ahínco en pos de la buena marcha de Diario de 
Sevilla. El medio de comunicación al que he dedicado 14 años y tres 
meses, desde que, en septiembre de 1998, acepté la oferta que, por 
mediación de José Joaquín León, me hizo José Joly Martínez de Salazar 
para ser, en calidad de subdirector, uno de los periodistas que 
pusieran en pie el proyecto de crear Diario de Sevilla, cuyo primer 
número se editó el 28 de febrero de 1999.

Quiero testimoniar mi gratitud a quienes me contrataron y me dieron su 
confianza para contribuir a configurar la plantilla de periodistas, 
las apuestas informativas y los retos editoriales de un periódico 
planteado como el diario más completo y de más calidad que se haya 
hecho en Andalucía. El único que ha competido en tiempo real con los 
medios nacionales (con redacciones en Madrid y en Sevilla) abordando 
desde Sevilla todas las temáticas locales y globales, ya fuera el 
genoma humano o el ‘boom’ inmobiliario, la guerra de Afganistán o la 
magna exposición de Velázquez en la Cartuja, el 11-S o el fracaso 
escolar, la Cumbre Europea o el Giraldillo, la boda en Madrid de los Príncipes de Asturias o la muerte en Sevilla de Javier Benjumea, el 
fundador de Abengoa, el proceso a Pinochet en Londres o el Mundial de 
Atletismo en la Cartuja.

Una experiencia extraordinaria en la que he 
aprendido muchísimo de magníficos profesionales y compañeros de 
diversas áreas, periodísticas y no periodísticas. Mi gratitud a todos 
ellos. A los que continúan en el periódico y a los que ahora están por 
otros derroteros. Tanto a los más veteranos como a los jóvenes. De 
todos he aprendido. Y a todos he intentado motivar, desde el esfuerzo 
y el compromiso con la envergadura del reto, a que den lo mejor de sí 
mismos. Y lo han hecho. Es mi mayor satisfacción, y suyo es el mérito. 
El mayor o menor acierto que yo haya tenido ayudando a tomar 
decisiones, o a impulsar innovaciones en la oferta informativa, es una 
nimiedad al lado de la emoción que he sentido día y noche durante diez 
años al ser testigo del contagioso espíritu de superación y entrega 
forjado en común por muchas personas que no se conocían de antemano y 
que han dado una lección.

Enhorabuena a todos. 

Pocas veces se ha materializado mejor un lema: “El Diario que siempre 
has querido’. Era la frase elegida por la editora para el lanzamiento 
del periódico, y, además de hacerse realidad desde el punto de vista 
empresarial, por el salto cualitativo que suponía para Federico Joly y 
Cía producir un periódico potente y avanzado como los que se hacían en 
Madrid y Barcelona; el lema prendió en el ánimo de los periodistas que 
lo elaboraban y, sobre todo, de los ciudadanos que, de modo creciente, 
fueron considerando que ese era el periódico que siempre habían 
querido leer en Sevilla.
De ahí que, cuando la empresa demoscópica que 
presidía José Ignacio Wert, actual ministro de Educación y Cultura, 
hizo sendos estudios de mercado al cumplirse el primer y el segundo 
año del periódico, de los que se elaboran sin que los encuestados 
conozcan quién encarga el estudio, manifestó su asombro por el grado 
de empatía que había logrado Diario de Sevilla entre miles de personas 
que anteriormente eran fieles lectores de otros periódicos, y más aún 
le llamó la atención a Wert que un elevado porcentaje de los lectores 
de otros periódicos manifestaran que en muchas áreas informativas lo 
hacía mejor el Diario de Sevilla que su periódico habitual.

Un 
reconocimiento que es el primer paso para convertirse en nuevo cliente 
de esa empresa periodística y acabar formando parte de una nueva 
mayoría de lectores. 

También agradezco las numerosas muestras de interés hacia mi persona 
que se suceden durante estos días, por periodistas de todos los 
medios, así como por empresarios, profesores universitarios, gestores 
culturales, blogueros, científicos, escritores, arquitectos, 
ingenieros, etc., mostrándome su afecto, su apoyo, su perplejidad y su 
malestar.

De sus palabras y comentarios se deduce una empatía con lo 
que ha supuesto Diario de Sevilla para muchos ciudadanos. Y una 
preocupación por el futuro del periodismo, entendido en su 
insustituible función de cohesión social, de calidad de vida y de 
salud democrática. En pleno desmoronamiento del bienestar general, de 
la España política nacida en la Transición, y del modelo de negocio 
mediático previo a la irrupción de internet, sienten orfandad los 
ámbitos de población más conocedores de la importancia del periodismo 
de calidad para cimentar el desarrollo económico, social y cultural. 
Nótese la diferencia entre lo que se ofrece y lo que se demanda, pese 
a que la tecnología de bolsillo permite mejor que nunca participar y 
compartir.

Cualquier empresa es una labor de equipo. Más aún la periodística, 
cuya naturaleza de inmediatez obliga a hacer muchas cosas en poco 
tiempo. Subrayo que el mérito es de todos, cada uno en su función, 
desde el presidente de la empresa hasta el vigilante nocturno de 
seguridad. Y no son palabras huecas, pues si los primeros pasos para 
lograr el éxito empresarial los da quien está al frente del proyecto, 
marcándose unos objetivos con buenos fundamentos, el triunfo se 
alcanza cuando todas las personas comparten un ambiente de motivación 
y contribuyen al mejor rendimiento posible de la actividad a la que 
sirven.
Cuando se crean las condiciones para ello, lo excepcional se 
convierte en lo normal y la empresa supera a sus competidores. De ahí 
que un vigilante de seguridad alertara de madrugada, cuando ya estaba 
enviado entero el periódico a la rotativa, del fallecimiento de Rafael 
Alberti. Y gracias a eso hubo periodistas que regresaron a tiempo a la 
Redacción y pudieron, en pocos minutos, cambiar por completo la 
portada y una página interior, lo que supuso que la empresa editora se 
beneficiara en el quiosco por informar de una noticia relevante que 
otros periódicos no incluían.

Y de ahí que un colaborador, cuando 
regresaba a su casa a las 5 de la madrugada de un 31 de diciembre 
después de estar de copas con sus amigos, no pasara de largo al ver un 
despliegue policial junto a la Tesorería de la Seguridad Social, 
frente a la estación de Santa Justa, y llamara al periódico para que 
el vigilante le diera el teléfono del subdirector con el fin de 
sacarle de la cama y contarle que algo importante podía estar 
sucediendo, aunque no sabía ni el qué ni el porqué. Era el 
descubrimiento del vehículo que ETA colocó allí con 100 kilos de 
explosivos para provocar una masacre. Y Diario de Sevilla fue el único 
medio que estuvo presente con redactores y fotógrafos en las horas de 
aquella feliz operación policial.

Son sólo dos ejemplos de los 
centenares que podría citar. 

Hoy, cuando todo se ejecuta desde criterios economicistas, es básico 
reivindicar, desde la experiencia, que los conceptos básicos para la 
viabilidad de una empresa periodística (inversión, rentabilidad, 
productividad, competitividad, calidad del producto, liderazgo, valor 
de la marca, reputación, sinergias,…) tienen que ser propulsados 
desde la acción periodística.

El liderazgo informativo conduce al 
liderazgo social y lleva a la rentabilidad comercial cuando se 
consigue hacer más y mejor periodismo a menor coste. Cuando se hace un 
periódico con vocación de liderazgo, poco a poco se vinculan todos los 
sectores de la sociedad, todos los poderes, todos los anunciantes, 
pues quieren relacionarse con una marca de prestigio. Agradezco la 
oportunidad que he tenido para romper compartimentos estancos entre 
los departamentos periodísticos y no periodísticos, para poner en 
común ideas y necesidades, y conjugar la calidad informativa, el 
servicio a los lectores y el beneficio económico para la empresa. 

Pasa la vida, y ahora toca seguir haciendo camino».

 

Carlos Mármol: bienvenido a la libertad

Carlos Mármol y Juan Luis Pavón, dos de mis subdirectores fundadores de Diario de Sevilla junto conmigo, han sido despedidos por el Grupo Joly  además de otros compañeros en aquella gran aventura periodística de 1999, convertida hoy en pálida sombra de lo que fue. Ellos han pagado también el precio por su independencia y por mantenerse fieles a la idea original con que nació el periódico,  al que desde dentro y desde fuera han ido desvirtuando con el paso del tiempo. No obstante, su obra habla por ellos mejor que nadie y está ya en las hemerotecas para que quien tenga ojos, que vea. Doy a estos dos grandes periodistas, los mejores con que he trabajado nunca, la bienvenida a la libertad y recomiendo la lectura del blog que Mármol  ha abierto en Internet  (www.carlosmarmol.es) con esta primera entrada titulada ‘La risa en los entierros’. Gracias, Carlos, por todo lo que diste al proyecto original de Diario de Sevilla a lo largo de catorce años de tu vida y por lo mucho que aún aportarás al periodismo, sea en la trinchera en que sea. He aquí el primer artículo en la nueva etapa de Carlos Mármol:

 

La vida es lo que te pasa por delante mientras haces el periódico. Un buen día el diario que siempre habías querido desaparece (aunque siga publicándose; esto ya es lo de menos) y te quedas solo, desnudo frente a la vida, tan ancha como ajena. Da cierto vértigo. Aunque mirándolo despacio, con sosiego, la inseguridad repentina nos regala una grata enseñanza: la existencia y la libertad valen bastante más que cualquier periódico. El problema, de cualquier forma, no es del mundo. Nunca lo es: el mundo siempre ha sido así. El problema sólo es de uno. De nadie más. Por otra parte, el pecado original resulta a todas luces imperdonable: no debe quererse como si fuera algo propio aquello que en realidad siempre fue ajeno. Es un lujo que uno no puede permitirse ni en el orden espiritual. Aunque sin experimentar por lo menos una sola vez en la vida este noble sentimiento no es posible construir nada perdurable. Puro. Auténtico. Mucho menos un diario, que debe ser el espejo de la realidad.
Al cabo, hay que darle la razón a Dylan:
“En la vida no existe ningún orden moral. La moralidad aquí no tiene nada que ver. Existen la virtud y la bajeza. Punto. El poder se basa en la fuerza bruta: haces lo que otros te dicen, quienquiera que seas. Si no pasas por el aro estás acabado”.
Y sin embargo es necesario desobedecer. Hacer lo que crees. Decir lo que piensas. Ser tú mismo. Es la única manera de no traicionarte, aunque para ello caves tu propia tumba y, al terminar el agujero infinito, al que casi te cuesta verle el fondo, te recuestes satisfecho sobre la tierra, generosa y húmeda, y sonrías frente a los que aún te miran sorprendidos porque en mitad del duelo no entienden, ni entenderán nunca, que ciertas variantes azules de tristeza pueden ser fértiles. O que el único refugio posible ante la tempestad consista justamente en reírte de tu propio sepelio. Al fin y al cabo, quizás no seas el único cadáver del cementerio. Que reposes en un mausoleo egregio o en una sencilla tumba de piedras gastadas en un camposanto provinciano es lo de menos: la muerte nos iguala a todos y el tiempo es el mismo enemigo ecuménico, imbatible.
Hace casi catorce años un grupo de locos fundamos un periódico en una ciudad donde no se lee, en la que la cultura se desprecia con el entusiasmo que sólo permite la ignorancia y la pertenencia a los falsos linajes se valora mucho más que los méritos individuales. Una gesta. Fue un periódico que, como dijo su fundador, el mejor periodista que he conocido y conoceré, pretendía caracterizarse más por lo que diría que por lo que callaría. Un periódico con una voz propia. Honorable.
El periodismo es un oficio sencillo. Por eso es tan difícil: consiste en contar la verdad. ¿Qué pasa cuando la verdad resulta demasiado terrible? Debemos contarla igual, incluso aunque no tengamos sitio donde hacerlo y nos toque de lleno el corazón. El periodismo, tal y como lo concebíamos hasta ahora, se está muriendo. También puede que sea verdad lo que cuentan: quien agoniza sólo es la industria tradicional de los periódicos, no el periodismo. Las víctimas de la guerra, sin embargo, no cesan: en los últimos años más de ocho mil profesionales, algunos de los mejores de la historia reciente, han sido despedidos, destruidos, lanzados al vacío de los lunes como resultado de los ajustes adoptados por las empresas editoras. ¿Todo este sufrimiento sirve para algo? No lo parece. Sólo es una amputación terminal en un cuerpo maltrecho. Acaso sea el preámbulo del fin.
Se dan multitud de excusas. Justificaciones. Algunas son ciertas. La crisis económica aceleró el deterioro. El cambio de paradigma que impusieron las nuevas tecnologías aumentó el desconcierto general. Pero sólo son los elementos accesorios de una trama mayor: el cáncer era previo, estaba dentro del cuerpo, junto a los órganos vitales, y se le veía avanzar, con constancia, todos los días. Sin fatiga. No ha desaparecido. Por eso será mortal. No se trata de ningún enemigo misterioso. Es un asesino demasiado visible. Se le adivina recordando algunas de las lecciones básicas. Por ejemplo: no debe proclamarse aquello de lo que se carece. Otra: la incoherencia sostenida en el tiempo destruye la verosimilitud, que es el requisito básico que necesita la credibilidad. El elemento esencial del periodismo. No es raro lo que nos está pasando. Sucede solamente que está siendo más rápido de lo esperado. Nada más.
El día antes del ajuste de cuentas con la realidad un grupo de compañeros, algunos de ellos amigos de mil batallas, gritaba por las calles de Sevilla que sin periodistas no hay democracia. Me cuesta darles la razón. No porque su grito me parezca inútil, todo lo contrario, sino porque lo que yo me pregunto es si la democracia actual, que es más bien una partitocracia sin principios, necesita realmente al periodismo de verdad, que siempre debe ser impertinente. Sinceramente no creo que seamos tan importantes, lo que no implica que no tengamos importancia. Son cosas distintas. A los periodistas no nos ha elegido nadie. Lo nuestro es un puro ejercicio de voluntad: nos elegimos a nosotros mismos el día que decidimos dedicarnos a esto, acaso con demasiadas cosas en contra y todo un océano de advertencias previas. Esto es lo extraordinariamente valioso: pese a todo decidimos libremente ser así. Por eso sabemos, como El Quijote, quiénes somos. Igual que lo saben, y eso en realidad es lo único trascendente, todos aquellos lectores que nos han dado a lo largo de los años el inmenso regalo de leernos cada día, prestarnos atención, dedicar su tiempo a compartir nuestra visión de la vida.
Ahora sufrimos una especie de muerte azarosa. La lotería de los últimos días de Babilonia, que llega justo antes del fin. El exterminio. La extraordinaria crudeza del genocidio sólo se explica por la incomodidad que implica tener delante un espejo silencioso que con su mera presencia, sin hablar, ilustra mejor que cualquier palabra el cambio de valores. La tristeza resulta inevitable. La melancolía, infinita. Todos los esfuerzos por evitar el nihilismo que gobierna los periódicos han sido completamente vanos.

Estos días de noviembre he aprendido muchas cosas. La primera: sufrir te hace mejor persona. Igual que viajar o leer, te vuelve mucho más sabio. Uno apenas esperaba cinco o seis llamadas ciertas. La realidad inducía al fatalismo. Los mensajes de aliento han sido infinitos. Y mejor: todos sinceros. Sin impostores. No tengo palabras (ni dinero) para devolver tanto cariño, mucho menos en mi caso, ya que acostumbro a ser avaro en los afectos. Como todas las cosas importantes, aquellas que nacen del corazón, la oleada de solidaridad ha sido tan espontánea como excesiva, fruto de una admiración inmerecida y, sospecho, consecuencia en el fondo de la nostalgia compartida de otros tiempos en los que todos éramos mucho más ingenuos y felices.
Dos: realmente estoy empezando a creer lo que dicen las escrituras. El mundo se acaba. Al menos nuestra visión de la vida, que está hecha del papel de los periódicos. En mitad de la incertidumbre he recordado con nitidez una vieja escena perdida en la memoria. Hace veintitrés años, cuando empezaba en el oficio e intentaba aprender a escribir, cuando todavía veía como algo inaudito que te pagaran por poner palabras en un papel, un compañero nos dejó para hacerse cargo de una alta responsabilidad institucional. Se despidió de toda la redacción. Entonces todavía había gente con estilo. Todo el mundo le felicitó por su nombramiento, salvo yo. No fue un gesto de displicencia. Era ignorancia. Sencillamente no podía entender que alguien abandonase una redacción, incluso aunque como aquella no fuera más que un astillero en proceso de derribo, por un despacho oficial. ¿Estaba equivocado? Era mucho más joven e indocumentado. Para mí no podía existir mejor sitio en el mundo que aquel barco a la deriva donde las sillas de falso cuero se caían a pedazos y los teletipos todavía se cortaban a mano, por grupos y con actitud marcial, al comenzar cada tarde. Han pasado más de dos décadas desde entonces. Lo sigo pensando: el periodismo sólo se aprende en las redacciones. El problema es que apenas si quedan maestros en ellas. El espíritu dominante ya no es crítico y leal, como entonces, sino servil y letal. Propio de los tiempos mezquinos.
La ceremonia de los adioses no ha sido fácil. Pero sospecho, o quiero pensar, que a la larga será inmensamente fecunda: ha confirmado ciertos principios, impulsado de nuevo la rueda de la fortuna -que como una noria un día te sitúa arriba y otro abajo- y fortalecido determinadas creencias íntimas. El rencor, afortunadamente, no ha hecho acto de presencia. Sí la extrañeza. Un sabor a ceniza similar al que produce ver a un hijo muerto que contra natura se marcha antes de tiempo sin más argumento que la crudeza del destino, escrito desde el principio con renglones torcidos. La travesía vuelve a comenzar porque el viaje es infinito. No hacen falta demasiadas cosas: algunos amigos, las Variaciones Goldberg y un puñado de libros. Sobre todo uno: Las meditaciones de Marco Aurelio. Capítulo VIII. Epígrafe trigésimo tercero:
“Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo”.

* www.carlosmarmol.es