La maldita pandemia del coronavirus se ha llevado la vida, a los 96 años de edad, de Carlos Seco Serrano, maestro de historiadores y de periodistas, de quien fui discípulo en la Facultad de Ciencias de Información de la Universidad Complutense de Madrid.
El profesor Seco, que procedía de la Universidad de Barcelona, debió de aterrizar en aquel edificio gris y lleno de pintadas (escenario muchos años después de la película ‘Tesis’, de Amenábar) de la zona de Moncloa casi al mismo tiempo en que yo iniciaba (1974) la carrera de Periodismo. Con decir que en los cinco años que duró la licenciatura jamás pisé la Redacción de un periódico de la mano del profesorado de la Facultad; que siendo un centro docente que abarcaba también las ramas de Imagen y de Publicidad carecía de un periodiquillo propio, aunque fuera impreso en una vietnamita, en el que pudieran hacer sus pinitos los aspirantes a periodistas, y que tan sólo una vez, gracias al profesor Torre Cervigón, entramos en un plató televisivo de no recuerdo dónde para ensayar una entrevista ante las cámaras está dicho todo sobre el nivel de una Facultad naciente que, según decían, se había creado en sustitución de la vieja Escuela de Periodismo para elevar el nivel académico de los estudios y la formación de los futuros profesionales. Mucha teoría y nula o mínima práctica.
El cuadro de profesores en una Facultad nueva como aquella era de lo más heterogéno y entre todos ellos destacaba con luz propia Carlos Seco Serrano, por todo: su sabiduría, su didáctica, su paciencia y su bondad personal. No sé qué vio en mí para, con el paso del tiempo, honrarme con su afecto y su amistad, más allá de la estricta relación alumno-profesor. Quizás, aparte de por mi ansia de conocimiento pese a mis muchas carencias debido a que jamás había tenido acceso a una biblioteca porque en mi pueblo no había, a mi condición de andaluz y a mi posterior ingreso como aprendiz en ABC de Sevilla, ciudad natal de quien él consideraba como su maestro: Jesús Pabón, que fue director de El Correo de Andalucía y de la Real Academia de la Historia. Admiraba de él su gran biografía sobre Cambó. Y no olvidemos que Seco había estado casi veinte años de profesor en Barcelona, donde ya le interesó el «problema» catalán.
De labios del propio Carlos Seco conocí la tragedia que había marcado su vida. Era hijo de un oficial del Ejército al que el golpe de estado del 18 de julio de 1936 sorprendió en Melilla y que por ser fiel al legítimo Gobierno de la II República, cualquiera que fuera su pensamiento personal, fue fusilado por los fascistas. Mi profesor, pues, quedó huérfano de padre cuando tan sólo tenía 13 años de edad, pero ni dejó que el odio empozoñara su corazón durante los 40 años que tuvo que padecer el régimen franquista ni esgrimió su condición de víctima republicana para tratar de medrar cuando la izquierda llegó al Poder tras la muerte del dictador y el derrumbamiento de la UCD de Adolfo Suárez.
Por su talante y bonhomía personal era lo que luego se conocería como un hombre de centro, ya que huía de los extremismos, tanto de derecha como de izquierda. Tenía la moderación como regla de conducta en la vida y la búsqueda de la verdad, sin apriorismos ni prejuicios ideológicos, en su faceta como historiador. Ahora mismo parece que lo estoy viendo, cuando de pie delante de su mesa y situado al mismo nivel que los alumnos pronunció en una de sus lecciones una frase que se me quedó grabada: “En periodismo -dijo- lo difícil es escribir menos y, lo fácil, escribir más”. Como buen castellano de Toledo, Carlos Seco buscaba la precisión y la economía de palabras antes que el adorno barroco. El quería ir directo a la esencia de las cosas.
La completa dedicación al periodismo en Sevilla por mi parte y su mudanza, según me dijo en una de las veces que hablamos por teléfono, a Burgos por encontrarlo más cómodo que Madrid y con la ventaja de la cercanía a la capital de España, impidieron que nos volviéramos a ver en todos los años transcurridos desde mi graduación. Nunca se dio la ocasión propicia para el reencuentro, pero jamás me olvidé del mejor profesor que tuve en aquellas desangeladas aulas, un insigne historiador y un hombre machadianamente bueno que habiendo sido víctima de uno de los dos bandos de la guerra civil superó el cainismo de las dos Españas y fue un adelantado de la Transición.