La torre de la discordia

Zoido no quiere pasar a la historia como el alcalde en cuyo mandato Sevilla fue expulsada de la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco a causa del rascacielos de la Cartuja, sobre el que ya aquélla ha dado dos avisos. Aunque la licencia fue otorgada  por  Monteseirín (mediante un procedimiento cuestionado ‘a posteriori’, por su oscurantismo, por los colectivos opositores), Zoido ha escrito a Gobierno y Junta para plantearles la hipótesis de que si por evitar la descalificación de Sevilla como Patrimonio de la Humanidad hubiera que revisar o anular la licencia del rascacielos e indemnizar a Cajasol   (se habla de 200 millones de euros), ¿quién y bajo qué criterios debería asumir ese coste?
La consejera de Hacienda, Carmen Martínez Aguayo, en sintonía con el delegado del Gobierno, ha responsabilizado del problema exclusivamente al Ayuntamiento:“Lo que haya que decidir sobre eso recae sobre la Administración que concede la licencia, que no es la Junta de Andalucía”.
Al margen de otras consideraciones, la cuestión clave a la que alude la consejera es precisamente ésa: cómo la Junta, que ahora se lava las manos, creó las condiciones necesarias para que se construya este rascacielos y no otra cosa.
Siempre ha existido en Sevilla una ‘ley’ no escrita (como la Constitución británica o las alternancias continentales de las sedes olímpicas) en el sentido de que ningún edificio se aproximara, equiparara o superara en altura a la Giralda, el símbolo de la ciudad. En virtud de esa ‘ley’ se tumbó en los 90 el proyecto de torre de unos 30 metros de altura de Pérez Escolano en la Plaza de Armas.
El rascacielos en construcción es el último de varios proyectos en la explanada Sur de la Expo, cuyo primer exponente, ‘Puerto Triana’, incluía un lago circular para puerto deportivo y que fue promovido tras el 92 (gobierno local PP-PA) por los empresarios José Antonio Sáenz y José Luis Manzanares y El Monte. Aquéllos  eran vistos desde la Junta y el PSOE como afines al PA, razón por la que sus sucesivas modificaciones del proyecto e incorporaciones de inversores para darle músculo financiero (Rodamco fue el último) nunca recibieron luz verde.

EL ‘CAMPANILE’

A la desesperada, ficharon a un arquitecto de la ‘gauche divine’ bien visto por el PSOE, hasta el punto de que Felipe González llegó a ‘pre’nombrarle comisario para la Expo antes que a Olivencia: Ricardo Bofill. Fue repudiado por las fuerzas vivas  por el mero hecho de ser catalán, así que encomendándole este proyecto de alguna manera se reparaba el agravio cometido. El divo arquitecto presentó un diseño que incluía un ‘campanile’, una torre de 80 metros como hito del nuevo Puerto Triana.
En mayo de 2002, la Junta emitió un informe en el que advertía que el planeamiento sólo permitía en la zona una altura máxima de cinco plantas -y seis el de la ciudad- para usos terciarios (un máximo de 23 metros). Por tanto, concluía, “se está proponiendo una excepcionalidad a escala de ciudad de notable alcance en lo que respecta a las alturas”. A la vista de esta singularidad, la Junta decía que la construcción de la torre “debiera estar suficientemente analizada y justificada”. La consejera de Obras Públicas exigió además que el Ayuntamiento garantizara las inversiones con el fin de evitar la saturación del tráfico y recortar la edificabilidad.
También instó a optar por otra vía en caso de no querer reformarse el proyecto: tramitarlo en la revisión del nuevo PGOU, lo que podría significar una demora mayor. Por entonces los promotores llevaban 8 años esperando, por lo que cuando al año siguiente Monteseirín pactó con IU para librarse del PA tiraron la toalla y lo traspasaron todo a las Cajas, en manos del PSOE.

DESBLOQUEO

Y todo cambió. El Ayuntamiento, las Cajas  y Agesa firmaron un convenio para desbloquear el proyecto “después de que el anterior –dijo Bueno Lidón- decayese (sic) por causas ajenas tanto al Ayuntamiento como a los promotores”.
Si antes la Junta instaba a esperar a la revisión el PGOU, ahora el convenio se tramitaría como modificación puntual del Plan entonces vigente  con el fin de lograr un desarrollo más rápido del que supondría esperar a la aprobación del nuevo PGOU (al menos un año).
Monteseirín declaró que se haría un hito como la Torre Bofill “o algo parecido”, mientras que Carrillo, aún a su lado, expresó que el Ayuntamiento aplaudiría “todo lo que suponga un edificio en altura”, y animó a los promotores a que fueran valientes y “rompieran moldes”. Monteseirín atribuyó este “momento de éxito” a los cambios políticos producidos (la salida del PA).
Cuando trascendió que el “algo parecido” a la torre Bofill podía ser un rascacielos de 50 plantas y un máximo de 225 metros (finalmente rebajados a 178), el delegado de Cultura de la Junta ya no veía pega alguna a la altura. Bernardo Bueno declaró que el rascacielos no tendría problemas con las leyes de Patrimonio en ese sentido siempre que no tocara la lámina del río.

METROS DE ‘MODERNIDAD’

Y Monteserín hizo su particular silogismo: “Los edificios de gran altura son elementos consustanciales a las grandes ciudades. Sevilla es una gran ciudad que debe tener lo que tienen todas las grandes ciudades”.
Si hoy, por causa del rascacielos de 178 metros propiciado por la Junta e impulsado por un alcalde con complejo de inferioridad, peligra la Sevilla Patrimonio de la Humanidad no será por culpa de Zoido.
El rascacielos, al igual que las ‘setas’, irá ligado por siempre a su predecesor. Por eso no sé por qué le llaman torre Cajasol o torre Pelli, cuando debería ser conocido como  torre Monteseirín.

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