Ramos Oliveira, medio siglo después

El Centro de Comunicación Jesús Hermida, en Huelva capital, y el Ayuntamiento de Zalamea la Real han sido escenario, los días 7 y 8 de febrero de 2024, de un programa de actos en homenaje al historiador zalameño Antonio Ramos Oliveira, continuador del que yo promoví en 1977 en el teatro y cine Ruiz Tatay de nuestro común pueblo natal. Ante la imposibilidad de acudir a los actos, envié al organizador, Juan Antonio González Márquez, este texto, titulado ‘Ramos Oliveira, medio siglo después’.

Si Juan Antonio González Márquez, sobrino de mi admirado colega Víctor Márquez Reviriego, está leyendo este texto ante ustedes es, obviamente, por mi obligada ausencia, debido a razones familiares que no vienen al caso.

Desde el pasado verano, fecha de su primera llamada para comunicarme su intención de organizar este acto -entendible como un nuevo homenaje público al historiador zalameño Antonio Ramos Oliveira casi medio siglo después del que tuve el honor de impulsar en Zalamea la Real, el pueblo natal de Ramos y mío-, he estado tratando de convencer a Juan Antonio de la falta de justificación para mi presencia hoy aquí, entre gente mucho más preparada que yo.

Y es que sólo sigo siendo un humilde periodista ya jubilado, aunque activo a través de mi blog y de la autoedición de algunos libros; un periodista que aún conserva el pelo de la dehesa, como cuando llegué al internado del colegio menor San Pablo, en El Conquero, a los 10 años de edad teniendo siempre a gala mi condición de zalameño. Internado, palabra que me traslada a la novela ‘El infierno y la brisa’, inspirada en el colegio de los maristas y obra de otro intelectual onubense, José María Vaz de Soto, a quien Dios guarde muchos años más en su refugio de La Antilla.

‘El infierno y la brisa’, novela de Vaz de Soto inspirada en un internado de Huelva

No soy, pues, un historiador que haya leído o enjuiciado, con la formación y los ojos de dicha profesión, la obra historiográfica de Ramos. Tampoco un historiador del periodismo, que pudiera haber hurgado en las hemerotecas en busca de algún artículo olvidado de mi paisano y que hoy pudiera anunciar en este foro su descubrimiento y, con ello, alguna faceta o aportación desconocidas del homenajeado.

Por tanto, ni puedo yo dar ni pueden esperar de mí ninguna docta opinión sobre la figura y obra de Ramos Oliveira, entre otras razones porque bastante he tenido a lo largo de casi medio siglo de carrera periodística con sacar adelante la noticia o el reportaje de cada día y el periódico, Diario de Sevilla, que fundé. De buena parte de sus contenidos dependían a la postre las denominadas páginas comunes -y muchas veces también no comunes- de los otros ocho rotativos del mismo grupo editorial.

Antonio Ramos Oliveira, en su juventud

Ramos Oliveira (a la derecha, en la imagen), al final de su vida

Si estoy aquí hoy, en espíritu aunque no físicamente, se debe al empecinamiento de Juan Antonio González Márquez, que ha recogido la antorcha que yo dejé hace 47 años -parafraseando a Serrat, ése es el tiempo transcurrido desde que a los 20 organicé aquel homenaje a Antonio- y le ha insuflado unas llamas que se han elevado a mucha mayor altura, empezando por la académica, de la que yo conseguí insuflar.

He sido testigo privilegiado, a través de nuestras conversaciones telefónicas, de todos los esfuerzos realizados por Juan Antonio en variados frentes -desde el organizativo hasta el investigador- pese a sus obligaciones familiares y proyectos historiográficos para llevar a buen puerto este empeño. Recibe por ello mi gratitud y reconocimiento, como paisano de Ramos Oliveira y admirador de su obra, un agradecimiento del que confío se haya hecho también acreedor a los ojos de la familia del historiador.

Cartel del primer homenaje a Ramos Oliveira, en 1977, obra de Juan Manuel Seisdedos

Cartel del segundo homenaje a Ramos Oliveira, febrero 2024, de Juan Carlos Castro Crespo

Por tanto, mi único mérito (entre comillas) para que se lean mis palabras en este acto es haber sido el precursor de los homenajes a Antonio cuando tenía el idealismo -que espero no haber perdido pese al casi medio siglo que nos separa de aquel 10 de abril de 1977 en el antiguo cine Ruiz Tatay de Zalamea- y la ingenuidad de los 20 años y nos hallábamos en los albores de la Transición.

Pese a mi nula condición de historiador -tampoco de historiador del periodismo- y a mis objeciones, Juan Antonio creía -él sabrá por qué, así que no seré yo el responsable de la decepción que pueda causarles- que debía comparecer hoy ante ustedes, siquiera para recordar cómo se fraguó aquel homenaje que ante el atril tributó a Antonio Ramos Oliveira aquel otro político e historiador socialista y del socialismo español: Luis Gómez Llorente, de quien guardo un gratísimo recuerdo.

Dos imágenes de Luis Gómez Llorente, el orador en el primer homenaje a Ramos Oliveira

Sin embargo, ya conté prácticamente casi todo sobre cómo se forjó aquel acto en la Revista de Feria de mi pueblo, cuando aún no me habían vetado quienes luego traicionaron al socialismo y a Zalamea la Real (léase al respecto en la columna de la derecha de mi blog los documentos dedicados a la Memoria Histórica). Fue en una separata del ejemplar editado en el año 1986 y que llevó por título ‘Ramos Oliveira, un historiador “maldito”.

Sólo me queda, pues, rememorar ante ustedes algunos detalles inéditos que sirvan de hilo conductor para realizar una pequeña introducción a la Zalamea en la que nació Antonio y gracias a testimonios de coetáneos suyos, ya que yo vi la luz en nuestro pueblo común medio siglo después que él.

La Revista de Feria de Zalamea del año 1986 incluyó una separata sobre Ramos Oliveira

Zalamea la Real se extiende sobre la falda de una colina que va desde la antigua fábrica de anisados de Las Tres Casas, en la parte más baja, hasta la era sita al borde de la carretera a Calañas y cerca de la cual se debe hallar, si no ha caído aún víctima de esa plaga llamada seca, la encina llamada popularmente “de la loca”.

En mitad de sus calles en empinadas cuestas se forma una imperfecta meseta, el Centro del pueblo, comprendida más o menos entre la calle de la Plaza y la plaza de Talero, dedicada ésta al defensor de la causa zalameña contra los humos de las teleras en que los ingleses de la Rio Tinto Company calcinaban el mineral y que provocaron las primeras lluvias ácidas de la historia. Las protestas contra aquella contaminación de nuestros campos y colmenas culminaron en la masacre del 4 de febrero de 1888, conocido desde entonces en la Cuenca Minera como ‘el año de los tiros’.

En esta meseta, en la que se alza dominando el paisaje la iglesia para la que solicité su declaración como monumento nacional con documentación recabada del arquitecto restaurador de la Giralda de Sevilla, vivían las familias pudientes del pueblo, los terratenientes de toda la vida, que respondían a apellidos como Lancha, González, Ordóñez, Carvajal…..y que ocupaban grandes casas señoriales caracterizadas por sus aleros de madera en los tejados, rejas labradas en las ventanas y puertas enmarcadas.

La casa natal del historiador se conservó tal cual hasta después del primer homenaje

La casa natal de Ramos Oliveira tras su transformación

La calle llamada Olmo, en la que nació Ramos Oliveira y que durante la Dictadura fue rebautizada en honor del general golpista Sanjurjo, era un humilde enclave a espaldas de la plaza de Talero, habitado en los años 70 del pasado siglo por gente obrera, sin nada que ver con los dueños de grandes fincas de su entorno.

A mis veinte años de entonces, yo todavía ignoraba que parte de mi familia, empezando por el alcalde socialista durante la República y hermano de mi abuelo materno, Cándido Caro Balonero, había sido masacrada durante la guerra civil. Y es que en mi casa la contienda fratricida era un tema tabú del que mis abuelos se negaban a hablar con el argumento de que así no se despertarían sentimientos de odio en mi corazón.

No fue hasta que quien acabó siendo elegido senador por el PSOE, José González Gastañaga, dio un mitin en Zalamea previo a unas elecciones cuando se volvió a hablar públicamente de mi tío-abuelo el alcalde, el que salvó de la muerte a los más señalados derechistas del pueblo, encarcelados tras la sublevación del 18 de julio; pese a ello lo acabaron fusilando a él, que dejó viuda y cuatro huérfanos.

Cándido Caro Balonero, alcalde socialista de Zalamea la Real cuando estalló la guerra civil

En mi ingenuidad y entusiasmo juveniles fui casa por casa de las calles del entorno de Olmo, la del natalicio de Ramos, preguntando por él y su familia, en la esperanza de que alguien lo hubiera conocido y tratado y me pudiera dar noticias sobre él y los suyos. ¡Estaba inquiriendo sobre un historiador rojo a la gente más de derecha del pueblo!

Nadie en aquellos lares me daba la menor pista. Un día llamé a una casa que tenía en el zaguán una preciosa puerta de cristales en forma de mosaico de colores. Me abrió un hombre ya mayor, de aspecto imponente, que me despachó con cajas destempladas. Cuando conté en casa de mis padres la marcha de mis pesquisas se asombraron de que hubiera acudido también a aquella vivienda, sobre cuyo morador no tenía la menor idea.

Resultó que aquel individuo, conocido por su particular mote -como cada familia en el pueblo-, era un facha de tomo y lomo, hasta el punto de que en el transcurso de la guerra civil había prometido públicamente que no se afeitaría hasta que no cayera Madrid. ¡Y Madrid tardó casi tres años en caer, por lo que la barba acabó llegándole por debajo de la cintura!

Hablando a diestra y siniestra, puerta a puerta, con rojos y azules, averigüé que tras el nacimiento de Antonio la familia Ramos se trasladó desde la calle Olmo, en pleno Centro del pueblo tras la plaza de Talero, a la calle aún hoy conocida como El Carrascal, en las estribaciones. En aquel entonces la componían sólo una hilera de viviendas que se habían levantado arrancando espacio a la falda de la colina a caballo de la cual discurría en las alturas la carretera a Calañas.

El altozano del Carrascal, calle colindante con el campo y a la que se trasladó la familia Ramos Oliveira

A sus espaldas lindaban directamente con los cercados del ruedo agrícola del pueblo, lo que propició un caso de interacción con el mundo animal que me relató una vieja vecina de la familia que incluso se reencontró años después en Madrid de forma accidental con Felipa Oliveira, la madre de Antonio, cerca de una estación de trenes o de autobuses, y se quedó mirándola tan fijamente que Felipa exclamó:

“¡Qué pasa! ¿Tengo monos en la cara?”.

Probablemente por la recepción en la Redacción de ABC de Sevilla de un teletipo con una noticia similar acaecida en otra parte, recordé aquel episodio de la infancia de Ramos Oliveira que me había narrado su vecina de la calle El Carrascal, cuyas puertas traseras daban al pleno campo. En síntesis, aprovechando que Felipa se había quedado dormida amamantando al futuro historiador, una culebra introdujo la punta de su cola en la boca del bebé haciéndole creer que era el pezón de su madre mientras el animal extraía la leche del seno de aquélla.

Se me ocurrió contarlo en un artículo que publiqué en ABC el 27 de septiembre de 1980, si no recuerdo mal, con el título ‘De la culebra que robó la leche a Ramos Oliveira y de otras leches’.

A Virginia, la viuda de Antonio, casi le dio un soponcio. Me expresó por carta su indignación por haber dado crédito a lo que consideraba una superchería sin fundamento, historias de viejas aldeanas. Más asombrado quedé yo al ver que una gallega como ella, que quizás hacía honor a la tradición de su tierra de creer en las meigas, no creyera en que la proximidad de los zalameños a la Naturaleza hubiera propiciado argucias como la de aquel ofidio, máxime teniendo yo como referente de crédito a mi queridísima abuela Josefa Moyano, coetánea de Ramos Oliveira, ya que nació en 1898, nueve años antes que él, y murió cuando le quedaban pocos meses para cumplir el siglo de vida.

Ruinas de la aldea de El Membrillo Bajo, destruida por los fascistas durante la guerra civil

Mi familia materna estaba asentada en la aldea de El Membrillo Bajo, la que destruyeron y quemaron los fascistas durante la guerra civil para que una de las poderosas familias de Zalamea se apropiara definitivamente, sin incómodos testigos, de sus tierras comunales, tal como he narrado en el apartado Memoria Histórica de mi blog. Hoy, sus ruinas, declaradas Lugar de Memoria Democrática por la Junta de Andalucía, aún pueden verse al pie de la carretera que une El Membrillo Alto con Berrocal.

Por las historias que me contaba mi abuela yo consideraba El Membrillo Bajo como el Macondo andaluz, homólogo del colombiano de García Márquez, con la diferencia de que en aquel idílico paraje nuestro no habían pasado cien años de soledad, ya que vivían un centenar de personas solidarias entre ellas y en plena comunión con la Naturaleza.

La vida allí era similar a la del Membrillo Alto que narró un pariente nuestro, Pascual Mariano, en su precioso librito ‘Relatos de un aldeano’, editado por la Caja Provincial de Ahorros cuando aún era de Huelva y no de Sevilla ni de Cataluña. Si no estoy equivocado, Pascual era el padre de Alberto, el cámara de televisión que se mató junto con Félix Rodríguez de la Fuente en el accidente de avioneta en Alaska.

Libro ‘Relatos de un aldeano’, de Pascual Mariano, sobre la vida en El Membrillo Alto

Entre las maravillosas historias de mi abuela Josefa, que serían dignas de un libro como el de Pascual, mi preferida era la del caballo tuerto. Había un caballo multiusos en la aldea al que le faltaba un ojo pero que tenía una capacidad extraordinaria de, con el único que le quedaba, ver a través del suelo lo que ningún humano podía ni sospechar. Su ojo de cíclope  funcionaba como si fuera un detector de metales mediante rayos equis, de esos que se instalan en los aeropuertos.

Sucedió un día que el caballo extendió una pata sobre el terreno, cerca de la rivera de El Manzano, y allí se quedó clavado. Por más que lo arreaban el animal no se movía y seguía con la pata extendida. Intrigados, escarbaron alrededor de la herradura ¡y hallaron un tesoro de monedas de oro antiguas! La detección de tesoros enterrados se repitió en varias ocasiones, cuando la pata mágica del caballo se quedaba hincada en el suelo; unos tesoros que yo atribuí a la ocultación de monedas ante el avance del invasor francés durante la Guerra de la Independencia.

No voy a extenderme sobre episodios como la forma de defenderse de los lobos cuando se le hacía de noche a mi abuela al volver de moler el trigo en algún molino del río Tinto. Notaba la presencia del cánido por cómo se le erizaban de miedo los pelos a los mulos. Entonces recurría al arrastre de cadenas por el suelo, para que el ruido del metal infundiera a las bestias salvajes más miedo que el que sentían los animales domésticos por el olor que aquéllas expelían pero que los seres humanos eran incapaces de percibir.

Josefa Moyano se trasladó desde El Membrillo Bajo a Zalamea cuando se casó con mi abuelo, Francisco Caro, el hermano del guarda rural de la UGT que siendo el alcalde fue asesinado durante la guerra. Nuestra familia tenía en las afueras del pueblo una huerta con su casa de piedra; de piedra al igual que el horno para cocer el pan, las majadas para criar a los cochinos, la cuadra para los burros y el gallinero para las gallinas y los pavos.

Josefa Moyano, con su hija Lucía

Y había un aparentemente insólito animal doméstico más: una culebra. El ofidio dormía, si así puede decirse, por las noches enroscado en uno de los palos de eucalipto que sostenían el techo, encima de la cama matrimonial. Mi abuela tenía una cesta de mimbre en la que depositaba la ropa que tenía que lavar en el arroyo o que remendar, una cesta que era otro de los lugares preferidos de la bicha. Y cuando Josefa iba a coger la ropa y se encontraba a la culebra plácidamente enrollada en su interior, se limitaba a volcar la cesta. El animal salía y serpeaba parsimoniosamente hasta el exterior, sabedor de que nadie le haría daño alguno.

Mis abuelos estaban encantados con la culebra porque con ella formando parte de aquella pequeña arca de Noé no había perjudiciales ratones dentro de la casa, ni topos en la huerta que se comieran los frutos del trabajo campesino de Francisco. Desgraciadamente, un sobrino que acudió a visitarles se horrorizó al ver al animal calentándose al sol tranquilamente en la puerta del campo y lo mató a pedradas. Quien corrió detrás de él queriendo matarlo, según la narración de Josefa, fue mi abuelo, que en tan alta estima campesina tenía al reptil.

Francisco Caro Balonero, el hermano del alcalde socialista asesinado

La casa familiar de Zalamea, sita en la calle Don Francisco Bernal -popularmente conocida como El Barrio-, era casi una réplica de la del campo, con cuadra y pajar para mulos y burros; zahúrda para los cerdos, alimentados con los desperdicios de nuestras comidas, y gallinero para unas gallinas nutridas también con cortezas de sandía que yo ayudaba a mi abuela a picar a trocitos minúsculos porque, según la cultura rural, otorgaban mucha fuerza a dichas aves para incrementar la producción de huevos.

El cuartelón del corral tenía dos puertas: una que daba al patio, siempre abierta, y otra a la calleja trasera que tenía un postigo, el cual tampoco se cerraba nunca, por la sencilla razón de que las golondrinas entraban y salían indistintamente por cualquiera de las dos para hacer sus nidos en el interior de aquél, nidos apoyados en los palos que sostenían el entablado de madera del techo.

Y como, según la tradición, las golondrinas eran sagradas porque habían tratado de aliviar el sufrimiento de Cristo quitándole espinas a la corona que le pusieron los romanos para incrementar su martirio, ni mi abuela ni mi madre destruían los preciosos nidos de barro y limpiaban sin rechistar los excrementos de tan piadosas aves que caían sobre el pavimento.

Una tarde, se oyó en el corral un desesperado trisar de las golondrinas,  que entraban y salían del cuartelón aceleradamente y revoloteaban una y otra vez junto a los cristales de las ventanas de la casa, como si quisieran golpear con sus picos sobre los mismos para llamar nuestra atención. Lo consiguieron.

Algo preocupante pasaba allí dentro. ¿Qué podía ser? Lo descubrimos con horror: aprovechando un estrecho agujero en una de las tablas del techo y pese a la distancia que la separaba de los nidos, una culebra, estirando al máximo su cuerpo longitudinal y abriendo sus fauces, estaba devorando un golondrino, mientras otro yacía caído sobre el suelo. Nos armamos mi madre y yo con las varas que tenían mis abuelos para aventar el trigo durante la trilla en la era y conseguimos espantar a la serpiente. A mí, luego, me tocó la tarea de rellenar con cartones cualquier resquicio entre las tablas, para que las golondrinas pudieran salvar lo que quedaba de su nidada.

Con estos antecedentes de ofidios campando por casas y tejados, como los vi a veces mientras jugaba a la pelota (eso que ahora llaman fútbol) en medio de la calle aún entonces empedrada, ¿cómo no dar crédito a la historia de la culebra que le robó la leche materna a Ramos Oliveira, por más que Virginia, la gallega esposa de Antonio, pensara que se trataba de supercherías de viejas?

Yo, que nací medio siglo después que Ramos, aún alcancé a ver los últimos vestigios de una Zalamea que él debió saborear en todo su esplendor durante sus siete años de permanencia en nuestro pueblo, en esa etapa de la vida, la infancia, que según el poeta Rilke constituye la auténtica patria del hombre. Una Zalamea donde debió sentirse feliz y que creo nunca olvidó, como prueba el hecho de que aun habiéndose consolidado profesionalmente en Madrid como periodista eligiera una veintena de años después volver a Huelva y a la Cuenca Minera para presentarse como candidato por el PSOE a las elecciones generales de 1933.

Un mundo ya perdido en el que enormes piaras de cabras o de ovejas subían por mi calle ocupándola en toda su anchura y comandadas por perros pastores con collares de hierro llenos de pinchos para protegerse del ataque de los lobos; un mundo en el que, al ocaso, el pastor comunal volvía al pueblo tocando una esquila o instrumento similar para que los dueños que le habían confiando su ganado para que los apacentara en los ejidos salieran a su paso a recogerlos; un mundo en que el hombre y los animales compartían o se disputaban el mismo espacio y en el que los mineros reunían la doble condición de campesinos que, si vivían en algunas de las aldeas, iban andando a Riotinto siguiendo las vías del tren del Buitrón y retornaban de la mina para cultivar sus campos; un mundo en que el cielo sobre el patio de las viejas escuelas se llenaba durante los recreos de infinidad de vencejos que tenían sus nidos en los huecos de los tejados, ocupando un nicho distinto que el de las golondrinas. Un mundo, en fin, en el que Gerald Durrell también habría podido escribir ese fantástico libro titulado ‘Mi familia y otros animales’.

La estación vieja, en la línea ferroviaria del Buitrón, con la torre de la iglesia al fondo

Han pasado 117 años desde el nacimiento de Ramos Oliveira; 51 años desde su muerte y 47 desde el homenaje que le dedicamos en nuestro pueblo. Con motivo de este segundo tributo a su obra he releído aquel artículo que publiqué en la Revista de Feria de 1986, ‘Ramos Oliveira, un historiador “maldito”, en el que lamenté, apoyándome además en el testimonio de Virginia, la mala suerte que le había perseguido incluso tras la recuperación de la Democracia para ver editadas o reeditadas sus obras en España.

Víctor Márquez Reviriego no pudo participar en el primer homenaje a Ramos Oliveira y años después le dedicó en el diario El Mundo el artículo ‘El marxista de Zalamea’

Afortunadamente, con el paso del tiempo el interés por la figura y la obra de Antonio se ha acrecentado, merced en parte a la labor investigadora de una paisana nuestra, la profesora Manuela Escobar, que recuperó del olvido en el Reino Unido tres ensayos de Ramos Oliveira sobre la guerra civil y que se han editado con el título ‘Controversia sobre España’. Asimismo, Urgoiti Editores publicó en 2020 ‘Un drama histórico incomparable. España 1808-1939’.

Para ratificar ese renovado interés por Ramos realicé el 14 de diciembre de 2023 el experimento de mirar en Google, el buscador por excelencia en Internet, el número de entradas que aparecen referidas a él en comparación con las vinculadas a otros historiadores de su época o que eran muy conocidos en mis tiempos (años 70 del siglo pasado) de estudiante de Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, aquel edificio todo de cemento y lleno de pintadas donde Amenábar rodó su premiada película ‘Tesis’.

Libro de Ramos Oliveira ‘Controversia sobre España’

He indagado hasta donde ha sido posible partiendo del nombre completo y de los apellidos a secas de cada historiador. Por ejemplo, Antonio Ramos Oliveira y Ramos Oliveira. Manuel Tuñón de Lara y Tuñón de Lara. En otros casos no lo ha sido, porque escribir Artola únicamente pensando en el historiador Miguel Artola conducía inevitablemente al antiguo portero del Fútbol Club Barcelona, del mismo apellido. O Viñas, por Ángel Viñas, llevaba a la vid y la uva.

Y éstos han sido los datos acumulados de dichas combinaciones:

Ramos Oliveira (sobre estas líneas): 76.200.000 resultados.

-Carlos Seco, mi querido maestro en la Facultad, cuyo padre, militar leal a la República, fue asesinado por ello tras la asonada golpista: 41.340.000.

-Tuñón de Lara, muy de moda en mi época estudiantil: 350.000.

-Miguel Artola, con libros editados por Alianza Editorial: 1.500.000.

-Ricardo de la Cierva, que fue ministro de Cultura con Adolfo Suárez: 591.000.

-José Luis Comellas, con quien impulsé una preciosa sección de Astronomía -campo en el que también era una autoridad- en ABC: 1.464.000.

-Ángel Viñas, prologuista de ‘Controversia sobre España’: 2.600.000.

-Rafael Altamira: 500.000.

-Francisco González Bruguera: 3.890.000.

-Gabriel Jackson, hispanista de referencia en mi época en la Facultad: 55.800.000.

-Raymond Carr: 10.900.000.

Así pues, Ramos Oliveira acumula más millones de resultados de búsquedas sobre su figura y obra en Google que todos los historiadores citados anteriormente, pese a las dificultades para hallar sus libros en España incluso después de la muerte de Franco.

Sólo he hallado dos que le superan: Paul Preston, con 83.600.00 resultados de búsquedas en Google, y Hugh Thomas, con 156.000.000. Ambos, por razones obvias: por su condición de extranjeros e independientemente de la calidad de su trabajo, se les atribuyó mayor objetividad a sus libros sobre la II República, la Guerra Civil y/o Franco, obras que rápidamente recibieron una gran acogida en nuestro país.

Exposición dedicada a Ramos Oliveira con motivo del segundo homenaje y montada en el Centro de la Comunicación Jesús Hermida, de Huelva capital

¿Por qué, pese a su exilio durante casi 40 años y su ausencia del mercado editorial nacional los libros y la trayectoria de Ramos Oliveira suscitan ese interés? Reiterando que ni soy historiador ni historiador del periodismo, modestamente creo que Antonio reúne en su persona y en su obra unas características únicas y singulares que no se encuentran en otros historiadores: su estilo narrativo está impregnado de la agilidad periodística y tuvo, por decirlo así -aunque fuera amargamente para él-, el “privilegio” de ser testigo, cuando no hasta protagonista, de los acontecimientos históricos que luego contó y analizó en sus trabajos.

Trató, buceando en la historia, de hallar una explicación posterior a esos hechos que primero había narrado como periodista: el advenimiento de la II República, la revolución de Asturias, el ascenso del nazismo en Alemania, la guerra civil, la batalla ideológica en el extranjero contra el totalitarismo….. Y así el periodista acabó convirtiéndose en historiador. Ramos estuvo allí; los otros, no. Ese es el primer gran factor diferencial con el resto de historiadores. Antonio, además, abordó temáticas que otros rehuyeron, desde el capitalismo español y la influencia de la religión al problema de los nacionalismos.

‘Historia social y política de Alemania’, obra de Antonio Ramos Oliveira

Hasta el título del libro extraído de su Historia de España, ‘La unidad nacional y los nacionalismos españoles’, es tremendamente periodístico. Ya de por sí constituye una poderosa invitación a sumergirse en su contenido, plenamente de actualidad más de medio siglo después de su edición como obra independiente.

Recuerdo que el recién fallecido Carlos Navarrete, líder histórico del PSOE onubense, me llamó una vez para ver si yo tenía más información sobre este libro y sobre el punto de vista de Ramos al respecto. ¿Qué habría opinado hoy Antonio sobre los pactos de Pedro Sánchez con los independentistas catalanes y vascos? Dejo el asunto sobre la mesa, por si a la luz de su obra quieren comentarlo los ilustres invitados a este acto.

Ya que la Universidad de Huelva acoge y patrocina este homenaje académico a Ramos Oliveira, no quiero dejar pasar la ocasión de felicitar a su catedrática de Historia Contemporánea, Encarnación Lemus, a quien el pasado mes de noviembre se distinguió con el Premio Nacional de Historia de España 2023 por su obra ‘Ellas: las estudiantes de la Residencia de Señoritas’.

Y aquí destaco una triple conexión astral, si se me permite la expresión: Huelva, antigua Cenicienta de Andalucía y tierra natal de Ramos Oliveira, cuenta con una Universidad propia desde hace 30 años y ya plenamente consolidada; la titular de su Cátedra de Historia Contemporánea es Premio Nacional de Historia, y Antonio Ramos Oliveira es uno de los grandes intérpretes de la Historia Contemporánea de España.

Ramos Oliveira (a la derecha ) fue miembro del Gabinete del secretario general de Naciones Unidas, U Thant, al que saluda en esta foto que debe de ser anterior a 1969, fecha de la jubilación del historiador como alto funcionario de la ONU

¿Qué mejor sitio, pues, que Huelva y su Universidad para acoger y preservar el legado documental, los papeles personales de Antonio, antes de que con el paso de las generaciones se corra el riesgo de que se dispersen y de que tampoco haya un lugar donde puedan ser estudiados por otros historiadores, que encontrarían en los mismos inspiración para sus propios trabajos o para abordar la obra de Ramos desde nuevos enfoques a la luz de apuntes suyos o de escritos aún inéditos?

Concluyo, pues, haciendo un llamamiento a los familiares de Antonio, tanto a los que puedan estar presentes aquí hoy como a los ausentes, para que se decidan a donar a la Universidad de Huelva los documentos de interés historiográfico de aquél, documentos  con los que crear un Fondo Ramos Oliveira; un fondo custodio y continuador de su legado y que sirva de núcleo para impulsar aún más una escuela de historiadores en nuestra tierra, porque fue a España fundamentalmente a la que Antonio Ramos Oliveira dedicó la mayor parte de su vida y de su obra.

Y para que no pase como con Juan Ramón Jiménez: que para estudiar sus papeles hay que viajar más de 6.000 kilómetros de distancia, hasta Puerto Rico.

Rogando su indulgencia, les expreso mi gratitud por la atención dedicada a este ya viejo periodista, al que la oportunidad de volver a homenajear a Ramos Oliveira le ha permitido, siquiera por unos pocos minutos, recordar y recordarse con la ingenuidad y los ideales de los veinte años.

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