Hacía tiempo que no iba a la Catedral. Aquel día, sin prisas, se presentó la ocasión y entré de nuevo en esa maravilla. Me percaté de que al pie de una de las enormes pilastras, no muy lejos de la tumba de Colón, había una escultura de Juan Pablo II. Era la esculpida por Miñarro, que ha sido ubicada de forma imaginaria en diversos puntos del entorno catedralicio: debajo del magnolio que el canónigo Gil Delgado quería cortar por miedo a sus raíces (propuesta fracasada, a Dios gracias); al lado de la Casa de la Moneda; en la Puerta de Jerez, compitiendo con la fuente; en la Plaza de la Contratación y, ahora, junto al convento de la Encarnación como si fuera cosa hecha aunque la Junta lo desmiente. No comprendo esta obsesión, que frisa en campaña, por ocupar la calle como sea con la estatua del Pontífice. A mí me pareció perfecta su ubicación en el interior del tercer mayor templo de la Cristiandad. Si las esculturas de Papas y santos abundan empotradas en las columnas de la basílica de San Pedro en Roma no veo por qué Sevilla habría de enmendarle la plana al Vaticano.
La estatua
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