Al contrario que su homónimo de ficción creado por Ariosto, Orlando Rivera es un pacífico exiliado cubano que, por azares de la vida, ha acabado como librero ambulante en los Jardines de Murillo. Mientras que a Juan Ramón Aguedilla le mandaba moras y claveles, a Orlando los viejos le regalan libros de eso mismo, para que los venda y se gane unos eurillos, cuando no es él quien los salva de la basura, los recicla y los expone a la curiosidad de jueces, universitarios y transeúntes. El otro día, los polis de Mir, esos que no veían nada raro en los mercadillos bajo la influencia de Torrijos, le requisaron su inocente mercancía de segunda mano y ahora le exigen 85 euros, en concepto de multa, por recuperarla. Cuando Neruda estaba postrado en Isla Negra y llegaron los golpistas de Pinochet en busca de armas, el nobel les dijo que debajo de su cama tenía una bomba muy peligrosa: obras de poesía. Los guindillas de Monteseirín, en plan Fahrenheit 451, piensan eso mismo de todos los libros. En la ciudad de las personas no hay, como en París, lugar para el bouquinista.
El bouquinista
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